Luis Felipe Noé: el caos como estructura y la obra en sí misma
- Nika Seniora
- 10 abr
- 4 Min. de lectura
Ayer murió Luis Felipe Noé. Aunque su nombre completo aparezca en los libros, para todos fue simplemente Noé. Y para quienes lo conocieron de cerca, Yuyo. Él mismo decía que se desconocía bajo el nombre de Felipe. Nunca firmó con él. Sus obras llevan su apellido, o su apodo. Nada más.

Hace apenas unas semanas, presentó en el Museo Moderno su muestra Asumir el caos. A los 91 años, seguía produciendo, escribiendo, diciendo cosas nuevas. No había descanso en su pensamiento, ni tregua en su forma de estar presente.
El caos fue su gran tema. El centro desde donde pensaba, pintaba, vivía. “El caos es la vida misma, como estructura. Es hacerse a uno mismo como puede”, dijo alguna vez. En esa frase hay algo que condensa su obra: la afirmación de lo inestable, la voluntad de construcción aún en la fragmentación. Para Noé, la pintura no debía organizar el mundo, sino reflejarlo tal como es: desbordado, imprevisible, complejo.

Ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en 1951, pero no tardó en abandonarla para entregarse al arte. Se formó en el taller del maestro Horacio Butler, a quien interpelaba con insistencia, preguntando y cuestionando sin respiro. Ese fue su único paso formal por una formación académica: el resto lo construyó solo, como autodidacta. En 1955 comenzó a trabajar como crítico de arte en el diario El Mundo, donde empezó a forjar su mirada y su escritura.
Su oportunidad como artista llegó poco después, en la emblemática Galería Witcomb, donde presentó su primera muestra individual el 5 de octubre de 1959. En esa exposición decisiva, Horacio Butler lo esperó para felicitarlo y darle su visto bueno. Fue en ese contexto donde entabló amistad con Greco, Macció y De la Vega, quienes luego formarían parte del movimiento Otra Figuración. Con ellos comenzaría una nueva época para el arte argentino: una época que no buscaba representar la realidad sino sumergirse en ella, hacerle cuerpo, asumir su caos.

Noé no hacía bocetos. Decía que la idea es la obra en sí misma. Creía en lo que se va haciendo mientras se hace, en el presente como lugar de verdad. “Pintar es un strip-tease”, afirmaba. Una manera de sacarse los puestos anteriores y encontrar el cuerpo propio. Cuando pintaba, hablaba con el fantasma de sí mismo. Y en ese diálogo, casi siempre silencioso, surgía el título como una flecha.
El lenguaje de las palabras —decía— es casi inverso al de la pintura. Porque la imagen no se explica, se lee con el cuerpo.
Nunca le interesaron los consejos, mucho menos los de los mayores. Pensaba que los viejos proyectaban en sus consejos un mundo que ya no existe. Y que lo único que no puede hacer un viejo, es darle consejos a un joven. Su manera de aprender fue la del error propio, del riesgo, de la transformación constante.
Nació en 1933, el mismo año en que Hitler asumió el poder. Creció en una casa culta, politizada, donde se hablaban cosas que a veces daban miedo. Le interesaba una pintura que pudiera reflejar esa incertidumbre. El peronismo lo atraía como espectáculo popular, como expresión viva de un país en disputa. Su residencia en Estados Unidos, años más tarde, le dio una conciencia política más aguda. A partir de entonces, sostenía que el arte latinoamericano, para serlo de verdad, debía estar presidido por una revolución.

Noé creía que el arte conceptual era al mismo tiempo un avance y un retroceso. Le molestaba esa obsesión contemporánea por los sustantivos y las definiciones cerradas. Prefería lo que a uno lo sacude, lo que mueve el piso, lo que no se deja explicar del todo. Para él, el arte no era un sistema de mensajes, sino una forma de mirar distinto.
“Soy un sobreviviente. Sé que no estoy consagrado, aunque me lo digan. Consagrado: ¿qué quiere decir? Con que me respeten es suficiente. Y no todo el mundo me respeta. Pero para mí lo importante no es solamente que me respeten, sino que yo mismo me respete”.
Hoy, con su muerte, nos queda esa manera de estar en el mundo: siempre en proceso, siempre incómodo, siempre vivo. Su obra no cierra nada. Abre. Refleja, como esos espejos de la casa de su infancia que multiplicaban la imagen una y otra vez, hasta perder el origen. Como él mismo.

Luis Felipe Noé no deja una escuela. Deja una forma de mirar. Una forma de hacerse, como se puede, en medio del caos.
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