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Memoria como forma: el arte que incomoda, sacude y resiste

  • Foto del escritor: Nika Seniora
    Nika Seniora
  • 24 mar
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 31 mar

Desde la intervención de la FUBA hasta el legado de Ferrari, Alonso y Kuitca. En tiempos de negacionismo, el arte no adorna: grita, denuncia y exige recordar.


Hoy, en la marcha por el Día de la Memoria, Verdad y Justicia, la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA) desplegó una intervención que no pasó desapercibida: una caja gigante de “remedios para la memoria”. La obra es un envase farmacéutico que nos receta recordar en dosis altas, porque el olvido es la enfermedad que permite que las atrocidades se repitan. Esta iniciativa dialoga con la tradición de artistas que usaron — y siguen usando — sus obras para confrontar las sombras del pasado.



En relación con esta acción de estudiantes de la universidad pública, gratuita y nacional, quiero abrir otras escenas, otras marcas del arte sobre el horror, para pensar nuestros roles como artistas, comunicadores y pensadores de la sensibilidad. Preguntarnos cómo conectamos con las emociones sociales, con la actualidad, con la violencia estructural y con la potencia de las imágenes.

León Ferrari no se anduvo con vueltas al denunciar los vínculos oscuros entre el poder y la religión. En “La civilización occidental y cristiana”, un Cristo crucificado sobre un avión de guerra estadounidense expone de forma brutal la complicidad de la Iglesia con el terrorismo de Estado. Ferrari nos enseñó que el arte debe incomodar, ser ese espejo que muestra lo que muchos prefieren no ver. Como dijo: “El arte tiene que ser libre y tiene que molestar”.



Carlos Alonso, por su parte, se metió en las entrañas de la historia. Su serie “Manos anónimas” condensa el secuestro, la desaparición y la violencia. Son obras no ilustran: nos enfrentan. No nos invitan a mirar, sino a hacernos cargo. Para Alonso, el arte no puede ser neutral: debe tomar partido, debe ser testimonio.



Guillermo Kuitca también dejó marcas fundamentales. En su obra “Del 1 al 30.000” (1980), inscribió uno por uno los números que simbolizan a las personas desaparecidas. Un gesto minimalista y estremecedor. En su serie “Nadie olvida nada” (1982), las camas vacías hablan sin palabras: cuerpos ausentes, duelos suspendidos, biografías cortadas. La ausencia como presencia abrumadora.




Y también Marta Minujín, intervino con fuerza la memoria. En 1983, con el regreso de la democracia, construyó el “Partenón de los libros prohibidos” sobre la Avenida 9 de Julio. Una réplica del Partenón griego, erigida con 30.000 libros que habían sido censurados durante la dictadura. Una obra monumental y efímera que recuperaba la posibilidad de leer, de decir, de imaginar. Sin cultura, sin palabras, no hay libertad posible. En su reconstrucción de ese templo simbólico, Minujín elevó la palabra censurada como objeto sagrado. Hoy, con nuevos discursos de odio y censura, el eco de su Partenón vuelve a sonar.




El Parque de la Memoria, construido durante la década ganada es otro ejemplo de cómo el arte puede ser política viva. Ubicado estratégicamente frente al Río de la Plata — escenario de los vuelos de la muerte — y a pasos de la FADU, este parque reúne esculturas que interpelan en cada paso.

  • “Reconstrucción del retrato de Pablo Míguez”, de Claudia Fontes, aparece emergiendo del agua, como si alguien volviera para acusar.

  • “30.000”, de Nicolás Guagnini, nos confronta con la magnitud del genocidio.

A estas se suman otras obras de artistas como William Tucker, Jenny Holzer, Norberto Gómez, Marie Orensanz, entre muchxs otrxs.




El parque no es solo un espacio de contemplación. Es un museo a cielo abierto, un archivo de dolor, una trinchera simbólica que nos recuerda lo que no debe repetirse.



Y en este contexto, me pregunto: ¿Estamos realmente escuchando lo que el arte nos grita? ¿O preferimos anestesiarnos con la comodidad del olvido ¿Qué tipo de sensibilidad estamos cultivando como sociedad?


El arte nos desafía, nos sacude y nos obliga a recordar.

En tiempos de negacionismo, es urgente prestarle atención a estas voces que, a través de formas, materia y colores, nos advierten: la memoria es una responsabilidad política y colectiva

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